Los
Himba del norte de Namibia se pintan de rojo, ellas. Los hombres, ‘cremas’ como
que no. Muy típico. Las mujeres lo hacen para protegerse del sol, con una
mezcla de manteca, ocre y hierbas, extraídas de los pastos que buscan para dar
de comer a su ganado, su único medio de subsistencia. Van donde comen los
animales que ellos se comen. Se estima que quedan entre 20.000 y 50.000 himbas.
Esto, así leído, suena a conteo de ganado, pero es que nadie se ha molestado en
realidad en contarlos. Ellos tampoco se dejarían. Ni ellas. Aquí, ellos, los
niños, se acercan a las cataratas Epupa, en la que el río hace de frontera
natural con Angola. Llevan en la cabeza unas rastas o trenzas colocadas hacia
delante y según sea el tamaño y la forma de la trenza un código interno les
dice la edad, linaje y grado de pertenencia al realengo de la tribu. Vamos, un
DNI sin foto. Uno de ellos lleva en la mano una lata de Coca-Cola, que
afortunadamente para él no es Light, ni Zero, ni nada de eso que aquí tomamos tras
ponernos ciegos de txistorra. Están cogiendo agua y son felices a su manera no
occidental, porque mientras haya comida y agua y nadie les imponga cambios o
les haga ver que tienen, supuestamente, carencias con respecto a otros, qué más
quieren. Es como aquí. Cuando vengan los marcianos –bueno, ya vinieron- y nos
intenten cambiar nuestro sistema y nos quieran enseñar a cazar estrellas, igual
entonces nos damos cuenta de que no somos todo lo felices que podríamos ser. O
quizá sí. A saber. Esto estos niños no piensan, pero no por no pensar eso dejan
de pensar. Tienen otra clase de inteligencia en ocasiones mucho más superior.
Si mañana vienen los marcianos y nos aniquilan, posiblemente los Himbas
sobrevivirán y yo no. Esa lata se la habrá regalado alguno de los muy pocos
turistas que se acerca hasta estas cataratas, que se acerca pero muy de lejos a
ellos, respetando su color rojo, y sus trenzas, y sus taparrabos y sus
costumbres y su niñez. Cuando se dan la vuelta, ven a lo lejos al fotógrafo y
le sonríen. Y no le piden nada. Ni siquiera que se vaya y les deje en paz. Aquí
a los japoneses no les tratamos tan bien. Les hacemos chistes. Cuando se dan la
vuelta, los niños Himba de las cataratas Epupa ven un poco por detrás al
ejército namibio, que controla la frontera. Namibia es casi el doble de grande
que España y tiene 25 veces menos población. Su habitante más legendario es el
excepcional y cabelloroso velocista Frank Fredericks, cuatro veces subcampeón
olímpico y una vez campeón mundial, único medallista de Namibia. Su marca de
19,68 en los 200 metros
fue bastantes años la segunda mejor de la Historia.
Ayer
decía Tom Waits en ‘El País Semanal’ –que no recuerdo si traía recetas de
cocina de 200 euros y pisos de 2 millones- que “a finales de los 60, el mundo
era muy distinto al de hoy. Para el conductor también es algo que puede
resultar fascinante. No sabes quién se sube a tu coche. Ese chico puede ser Bob
Dylan antes de ser nadie, cuando aún no ha hecho nada. Sinceramente, creo que
en aquella época estábamos conectados de una manera más profunda que ahora”.
Ese
chaval de la lata quizá sea el próximo Frank Fredericks. O el próximo algo. Tal
vez sea lo de menos. Lo importante es que siga habiendo agua, hierba y que le
crezca mucho la trenza. Hasta que se vaya el ejército. Por lo menos.
Tranquilo.
El fotógrafo ya se ha ido.
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