lunes, 19 de diciembre de 2011

Frank’s Wild Years



Los Himba del norte de Namibia se pintan de rojo, ellas. Los hombres, ‘cremas’ como que no. Muy típico. Las mujeres lo hacen para protegerse del sol, con una mezcla de manteca, ocre y hierbas, extraídas de los pastos que buscan para dar de comer a su ganado, su único medio de subsistencia. Van donde comen los animales que ellos se comen. Se estima que quedan entre 20.000 y 50.000 himbas. Esto, así leído, suena a conteo de ganado, pero es que nadie se ha molestado en realidad en contarlos. Ellos tampoco se dejarían. Ni ellas. Aquí, ellos, los niños, se acercan a las cataratas Epupa, en la que el río hace de frontera natural con Angola. Llevan en la cabeza unas rastas o trenzas colocadas hacia delante y según sea el tamaño y la forma de la trenza un código interno les dice la edad, linaje y grado de pertenencia al realengo de la tribu. Vamos, un DNI sin foto. Uno de ellos lleva en la mano una lata de Coca-Cola, que afortunadamente para él no es Light, ni Zero, ni nada de eso que aquí tomamos tras ponernos ciegos de txistorra. Están cogiendo agua y son felices a su manera no occidental, porque mientras haya comida y agua y nadie les imponga cambios o les haga ver que tienen, supuestamente, carencias con respecto a otros, qué más quieren. Es como aquí. Cuando vengan los marcianos –bueno, ya vinieron- y nos intenten cambiar nuestro sistema y nos quieran enseñar a cazar estrellas, igual entonces nos damos cuenta de que no somos todo lo felices que podríamos ser. O quizá sí. A saber. Esto estos niños no piensan, pero no por no pensar eso dejan de pensar. Tienen otra clase de inteligencia en ocasiones mucho más superior. Si mañana vienen los marcianos y nos aniquilan, posiblemente los Himbas sobrevivirán y yo no. Esa lata se la habrá regalado alguno de los muy pocos turistas que se acerca hasta estas cataratas, que se acerca pero muy de lejos a ellos, respetando su color rojo, y sus trenzas, y sus taparrabos y sus costumbres y su niñez. Cuando se dan la vuelta, ven a lo lejos al fotógrafo y le sonríen. Y no le piden nada. Ni siquiera que se vaya y les deje en paz. Aquí a los japoneses no les tratamos tan bien. Les hacemos chistes. Cuando se dan la vuelta, los niños Himba de las cataratas Epupa ven un poco por detrás al ejército namibio, que controla la frontera. Namibia es casi el doble de grande que España y tiene 25 veces menos población. Su habitante más legendario es el excepcional y cabelloroso velocista Frank Fredericks, cuatro veces subcampeón olímpico y una vez campeón mundial, único medallista de Namibia. Su marca de 19,68 en los 200 metros fue bastantes años la segunda mejor de la Historia.
Ayer decía Tom Waits en ‘El País Semanal’ –que no recuerdo si traía recetas de cocina de 200 euros y pisos de 2 millones- que “a finales de los 60, el mundo era muy distinto al de hoy. Para el conductor también es algo que puede resultar fascinante. No sabes quién se sube a tu coche. Ese chico puede ser Bob Dylan antes de ser nadie, cuando aún no ha hecho nada. Sinceramente, creo que en aquella época estábamos conectados de una manera más profunda que ahora”.
Ese chaval de la lata quizá sea el próximo Frank Fredericks. O el próximo algo. Tal vez sea lo de menos. Lo importante es que siga habiendo agua, hierba y que le crezca mucho la trenza. Hasta que se vaya el ejército. Por lo menos.
Tranquilo. El fotógrafo ya se ha ido.